La Venida del Rey


La Venida del Rey

La ciudad entera está alborotada. Un pandemónium de reporteros ávidos de noticias, de ministros y ministerios, organizándolo todo, dejándolo todo limpiecito, “para que no quede huella de nada”. Agitación en cada esquina de la Metrópoli: gente que va y viene, y todos con el mismo pensamiento en mente: ¡Pronto vendrá el Rey!

Sí. Pronto estará acá, entre nosotros. Lo anuncian las grandes vallas publicitarias en cada avenida; es lo que cantan los niños en los coros de las escuelas, iglesias y capellanías. Pronto estará el Rey, y sólo unos pocos privilegiados asistirán al gran banquete oficial. 
Es la primera vez que el Rey nos visita. No sabemos su carácter, su talante; conocemos de él, sólo de oídas. Pero… Pero… ¡Pero es el Rey! Así que tiene que ser gallardo, magnífico, extraordinario. Como todos aquellos que son sus embajadores en todas las ciudades y poblados de su extenso reino. Tiene que ser especial, único; tal vez algo extravagante, como todos ésos que el mismo Rey – según dicen – ha puesto de cuidadores y centinelas de su pueblo.

Las peluquerías, spas y demás centros de belleza están abarrotados. Las tiendas donde se exhibe lo más fashion y cool del momento están a reventar. Modistos, diseñadores… todos tienen trabajo a galope.

El pueblo aguarda, el populacho permanece  bien lejos, bien atrás… mucho más allá de la alambrada de seguridad, mucho más allá de la custodia, la guardia de honores, oficiales, jerarquía militar, jerarquía eclesiástica…

Altos dignatarios, nobles, realeza. Damas de la sociedad; niños y niñas de bien, además de los distinguidos caballeros. Todos ellos, todas ellas, representantes de la “crema y nata” de la sociedad, asistirán al gran banqueta real, en honor del Rey.

En silencio, la gente recuerda una y otra vez, las normas de etiqueta; ¡no vaya a fallar algo en el último momento! Se ultiman hasta los más mínimos detalles.

La prensa está lista. ¡Es el notición del momento! Los niños de bien afinan sus voces. Todos ellos forman parte del coro místico-angelical catedralicio de “voces blancas” (no por ser voces propiamente infantiles, sino  porque todos ellos son blanquitos, bien blancos) que entonará el “Salve Excelsis Rex” al momento de arribar el magnánimo dignatario, el supremo Rey.

La ciudad respira fiesta. Flores por doquier.

En la fuente principal de la plaza mayor, frente a la opulenta Basílica,  una señora, una de las tantas decoradoras de la fiesta, recuerda el zaperoco de hace apenas un mes: en todas las calles y plazas públicas se leyó el edicto real:

“Ciudadanas y ciudadanos todos y todas de la ciudad de Alegría. Apreciados hermanos y hermanas. Uno de los sentimientos más nobles y hermosos en el ser humano, es la alegría. Sólo los seres humanos tenemos la capacidad de reír… La risa es reflejo de la alegría, y ambas no son fruto de los excesos, del bullicio o de la pompa. La alegría no puede decretarse. Y la risa no puede ordenarse. Son sentimientos que brotan de la verdadera fiesta, son emociones que nacen de la auténtica celebración: la fiesta de la vida.

Ciudadanas y ciudadanos del pueblo de la Alegría. Me he enterado de que entre ustedes ya no reina la paz ni la concordia, y que por eso, ya no habita en medio de ustedes, la tan ansiada alegría. La tristeza abunda entre los pobres, los lisiados, los marginados, y los excluidos. La tristeza abunda entre las mujeres maltratadas, muchas de ellas viudas, con maridos vivos. La tristeza, la pena y el dolor, habita entre los extranjeros que son explotados por indocumentados, entre los niños huérfanos de una sociedad desigual, que sus normas injustas, sus leyes retrógradas y populistas, su religión del terror y la sombra, y sus decretos que sólo generan vicios, y en general, su sistema todo, han producido.

Estos comentarios sobre ustedes, antigua y pacífica ciudad de Alegría, me han llegado sólo de oídas. Por tanto, dentro de un mes exactamente, les estaré visitando en persona para constatar lo oído, y realizar así los correctivos necesarios.

Con mi bendición, el Rey”.

Tras la lectura del decreto, el estruendo general en la ciudad era indetenible; ¡hasta las mismas piedras temblaban!

¿Cómo era posible que se dijera tal cosa sobre nosotros? ¿Cómo era eso posible? Esta distinguida y noble ciudad… ¡mancillada de tan vil manera!

E… Era… Era verdad, sí, que teníamos unos cuantos pobres, otros tantos mendigos… Pero ¿acusarnos a todos de la desgracia de esa gente floja y vagabunda? ¿Acaso su misma condición no reflejaba que eran gente de tercera, o tal vez de segunda?

Otra señora, obrera de una fábrica de cemento, recordaba… “Es verdad, es una acusación grave y “desinfundada” como dice mi patrón. Gracias a mi patrón he podido construir poco a poco mi casita. Gano siete reales a la semana, y con eso pude comprar los bloques que yo misma hago, a un precio solisdario: a quince reales el metro cuadrado. ¡Cómo van a decir que es por culpa de los patrones que existan tantos pobres por allí! De vez en cuando tenemos una ayudita de la fábrica, pues lo sueldos no nos alcanzan para comprarlo  todo. Por eso nuestros patrones nos colaboran con bolsas gratis de comida".
Don Julio de los Santoscielos Toro y Palacios - quien viene siendo sobrino octavo del tío abuelo de la hermanastra del primo del Rey – claro, hay que preservar ante todo el abolengo – vivió aquel momento en la oficina… “En las plazas públicas, en los centros comerciales, gran alboroto por la próxima visita del excelentísimo y distinguidísimo Rey”, se leía en los titulares de prensa.

“Vaya – pensaba en voz alta Don Julio de los Santoscielos Toro y Palacios- y todo este alboroto por chismes. Pero ¿cómo es posible que mi primo el Rey se haga eco de tan viles murmuraciones? ¡No parece mi familia! ¿Cómo nos va a culpar a nosotros de que existan niños tan mal nutridos? ¡La culpa es de sus madres! En mi empresa trabajan cuatrocientas cincuenta mujeres. Mientras más trabajan, más ganan. Es impensable creer que alguno de los hijos de mis trabajadores esté mal alimentado, ¡cuando cada mes reciben todos ellos un bono de alimentación que pueden canjear en mis supermercados, o en mis tiendas de comida!”.

Tras la notificación real, el consejo legislativo de la ciudad se reunió en pleno.

“Es menester – intervino un diputado – que hagamos algo para aplacar la furia del Rey”.

“Pero el Rey siempre ha sido muy noble – objetó otro diputado -. Realmente no creo que el Rey venga en son de venganza, o a tomar represalias…”

 “¡Silencio! – Interrumpió el ministro de salud - ¡Usted seguramente es un vende patria! Usted, diputado, es parte de esos que han ido a hablar pistoladas de nosotros al mismísimo Rey. Usted debe ser uno de los tantos conspiradores…”

El griterío duró horas… hasta que…

“Propongo – habló al fin el presidente del consejo – que se remodelen urgentemente las calles por las cuales pasará el Rey, y que se construya una urbanización popular con su nombre”.

“Y una gran plaza con un busto suyo que develaremos en una gran fiesta popular – acotó otro de los diputados.

“Pero – intervino un tercer diputado- ¿y qué haremos con los pobres, los enfermos, los mendigos, los niños de la ciudad que andan por las  calles? ¿Qué haremos con la delincuencia durante los días que dure la visita real? ¿Qué haremos si se nos va la luz en medio de una de las giras?

“¡Para los pobres, pues ropa nueva!” – gritó eufórico otro de los ministros presentes.

“¡Es más! Ropa nueva para todos” – dijeron a coro, precisamente, el ministro de justicia y seguridad y la ministra de energía, para que no se hablara más del tema.

“Bolsitas de comidas populares para los pobres” – dijo el presidente del consejo.

“Con bebidas espirituosas para que celebren desde ya la venida del Rey” – propuso otro de los diputados.

“Y a los niños ¡Juguetes nuevos! – dijo otro.

“Así incrementaremos la producción y el consumo” – bromeó el ministro de educación.

“Ejem, ejem… - carraspeaba uno de los diputados, hasta ahora muy callado y pensativo - ¿De dónde sacaremos el dinero para todo esto?

El silencio se hizo presente…

Entonces, solemne, sentenció el presidente del consejo: “tendremos que subir los impuestos. Alegaremos razones de Estado. Nadie tiene por qué saberlo. Acaparamos un poco, aumentamos la demanda y subimos los precios. Ah, y de paso, nos aumentamos nosotros el sueldo… jajaja. ¿Están todos de acuerdo? Pues, con la señal de costumbre…”

José Rodrigo, un muchacho de apenas catorce años, huérfano de padre, veía las celebraciones un poco distante. “He visto a mi madre sufrir pacientemente… sacrificarse por mí y mis otros tres hermanos. Sé los trabajos que pasa; sé cómo  la explotan, y todo en nombre del rey. Me sé de memoria las salves al rey, las oraciones al rey, las alabanzas al rey, las predicaciones en honor al rey… ¡puaf! ¡Odio al Rey! Si yo fuera Rey, sería justo y bueno y noble. Si yo fuera Rey, no sería como son los otros reyes de este mundo”.

En el cristal de la panadería real donde dubitativo observaba los pasteles, dulces y postres que se servirían en el gran banquete de la noche, José vio reflejada una imagen detrás de él: un mendigo, cansado y sudoroso, le observaba.

“Hola ¿Cómo te llamas muchacho? – le preguntó el mendigo.

“Me llamo José Rodrigo… a sus órdenes”.

“José, ¿podrías decirme qué celebran hoy aquí?”.

“¿Es usted extranjero? ¿Acaso es usted el único que no sabe que hoy nos estará visitando el Rey? Nooooooooo”.

“José Rodrigo, realmente no lo sabía. Vengo de muy lejos.  Estoy cansado, golpeado por el polvo y el frío del camino. Vine a esta ciudad esperando encontrar ayuda, sonrisas, esperanza… pero desde que llegué, hace dos días, sólo he recibido insultos y amenazas.  No he probado un bocado en todo el día”.

“¿Y cómo se llama usted, señor? – preguntó José Rodrigo.

“Emanuel”.

“¿Y de dónde viene?”.

“Del otro lado de los montes, más allá del mar”.

Ambos se sentaron en la acera de enfrente. Se sentaron allá, lejos del tumulto. 

La gente pasaba presurosa frente a ellos… todos hacia la avenida principal. Ya estaba próximo el cortejo real. Hombres y mujeres iban y venían. Pero José y Emanuel eran un cero a la izquierda.

“¿Por qué tanta fiesta y alharaca para recibir a un rey? – Preguntó casi para sí José Rodrigo - ¿Por qué no hacer algo sencillo? ¿Por qué dejar fuera a los pobres, a los enfermos, los marginados, a las mujeres, si supuestamente son ellos los preferidos del Rey? ¡Tanta celebración! ¡Tanta fachada! Si usted hubiese llegado el lunes, le habrían cortado el cabello, limado las uñas y puesto un traje nuevo… ¡Traje nuevo! ¡¿Traje nuevo para recibir al rey?! Un traje de mentira, una pantalla como tantas. Si yo fuera rey… Si yo fuera rey, otra sería mi manera de obrar. No hablaría de amor, mientras censuro a los que piensan distinto. No hablaría de pobreza y caridad, mientras me visto con las mejores joyas y celebro con vino, y carnes exquisitas. No exigiría igualdad y respeto y justicia para otros pueblos, mientras mi pueblo vive sometido, sufriendo en silencio, atemorizado por mis ejércitos. Si yo fuera Rey, promulgaría la libertad para todos…”

“Si yo fuera rey – intervino Emanuel, el mendigo – te buscaría como consejero”.
Ambos rieron.
Las trompetas sonaban… la fiesta estaba congregada.
De pronto… un oficial vestido de civil tocó su silbato. ¿Cómo era posible? ¿Un mendigo? ¡Ese harapiento y sucio mendigo en aquella ciudad, libre ya de pobrezas, piojos, suciedad, todo para gloria del rey!

José Rodrigo y Emanuel, alzaron vuelo. Policías, tras los fugitivos. Voz de alto. Persecución por las calles atestadas de gente. Euforia… Se aproximaba el rey, se aproximaba el rey… y ese mendigo¡Ese sucio mendigo y ese muchacho!

Millones habían gastado “limpiando la ciudad”. ¡Y ese mendigo!

Golpes. Revuelo. ¡Y ese mendigo!


En el palacio real, más allá del mar, todos preocupados. Hace una semana que el Rey se había marchado. Oh, ese Rey, tan noble y tan inventador… Y mira, disfrazarse de mendigo, ¡y que para ver los corazones de la gente!

Emanuel, el mendigo, fue expulsado y sacado de la ciudad. José Rodrigo estaba junto a él…  muy poco pudo hacer. Ambos terminaron apaleados.

El alboroto fue grande.

“Yo soy! ¡Les digo que soy al que esperan!”- afirmó Emanuel, el mendigo.

Autoridades políticas, militares, y sobre todo religiosas, se alarmaron. ¡Cómo se atreve éste a compararse con el Rey! ¡El Rey que esperamos es otro!

Ante la proximidad de la llegada del carruaje real, Emanuel, fue arrojado por un despeñadero del camino… quedando medio muerto y muy malherido.
José Rodrigo fue apresado, él y toda su casa. Y todos, sin juicio previo, fueron sentenciados a treinta años de trabajos forzados por revolucionarios, saboteadores, conspiradores y blasfemos.

El cortejo real se aproximaba al pueblo. Expectación. ¡Ya viene! ¡Salve nuestro insigne Rey!

El coro angelical catedralicio de voces blancas entonaban los himnos… ¡Alabado el Rey! ¡Alabado el Rey!

Caballos… limosinas… cortejo real en la avenida principal de la ciudad. ¿Cuál de aquellos será el Rey? – se preguntaba una Dama de Bien.

En la plaza principal, frente a la fastuosa y lujosa Basílica… el carruaje real se detenía. Silencio total. Bocas abiertas. Manos listas para aplaudir.

El carro real: alguien… un paso… ¡El rey! ¿El rey? Un funcionario real se acercaba a la tarima de la plaza principal. Silencio. El funcionario murmuró algo al oído del presidente del consejo. Cara de asombro. Mayor silencio. El funcionario real sacó de su bolsillo una carta con el sello real. ¿Nuevo decreto? Tomó el micrófono.

“Yo, el Rey del Gran Reino de Esperandia y Utopía… he estado entre Ustedes, noble pueblo de la Ciudad de Alegría, desde hace dos días… vestido de mendigo”.

Atónitos. Boquiabiertos, quedaron todos.

¡Era nuestro rey! ¡Era nuestro rey!


Evidentemente, el rey fue levantado a lo alto. Fue llevado a la ciudad. Mandó encarcelar a los tramposos que estafaban al pueblo. Mandó derribar todos los tronos, todas las cátedras, todas las murallas que separan y dividen al pueblo en jerarquías y categorías. Liberó a los presos políticos, hizo traer de nuevo a los desterrados por el odio, la división, la pobreza, la delincuencia. Restituyó en sus cargos a los que fueron echados por ser honrados y fieles. Eliminó de un tirón todas las religiones de miedo y de terror inspiradas en su pensamiento, pero tergiversadas. Religiones que no predicaban justicia, libertad y amor, sino pecado, muerte y sumisión. Y luego, al final, cumplió la promesa que le hizo a José Rodrigo, mientras estaba vestido de mendigo, nombrándole su consejero.

(25 de noviembre 2003 – 28 de marzo 2012 - 28 de marzo 2021)



Epílogo:

Un cuento antiguo y siempre vigente. Un rey que ama a su pueblo. Y unos “servidores” reales que, en nombre del rey, fabrican ídolos y emporios de pobreza, religiones de miedo, dioses de espanto. Un Rey de la Justicia y el Amor, que aún vive la pasión de estar tirado en las zanjas de las callejuelas malolientes. Ese Rey vive la pasión de los pobres, de los que muerden el polvo, de las que no son nada. Ese Rey sigue allí, a las afueras, esperando que tú y yo nos levantemos para denunciar a los que fabrican miseria y se enriquecen a costa de ella.

José Rodrigo… sigue encarcelado. “Él y toda su casa”. Es uno de los tantos que mueren sin sol en las cárceles de Cuba, China, Venezuela, y otros regímenes totalitarios. Es uno de los tantos que reciben balas por exigir libertad en Siria, Mianmar, Argelia, Libia o Egipto. Es uno de los muchos que han recibido cachetadas y empujones por clamar libertad y “abajo el comunismo”. Rodrigo es parte de aquellos que ven la vida, “lejos muy lejos, más allá de los perímetros de seguridad, más allá de las barandas de protección y cercos, bien sea ideológicos o de concreto”.

Levantar a José Rodrigo, rescatarlo a él y a toda su casa, pasa por sujetar de la mano al Rey hecho mendigo, y juntos caminar siendo justicia y paz para todos los que nos rodean. Levantar al mendigo-rey tirado al borde del camino, es bajarlo de la cruz, es darle vida para que resucite, no “el último día”, sino cada día… es hacer justicia a los pobres y olvidados de este mundo.








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