Miryam, la campesina
El viernes estaba lloviendo bastante fuerte acá en Nairobi.
Yo caminaba hacia Kianda, en Kibera, y las calles estaban atestadas de agua y
barro por doquier.
Calle arriba, una mamá se cruzó en mi camino. Llevaba un niño
pequeño en sus espaldas, y de su frente, sujetada con una larga tira de
trapo, pendía una garrafa de agua. Con
su mano derecha cogía un viejo y roído paraguas, que sólo la cubría
parcialmente, pero lo suficiente como para que el bebé estuviera seguro.
Nuestras miradas se cruzaron por breves instantes, aunque suficientes para
retener en mis ojos su rostro, y para que ella mantuviera en los suyos mi
saludo. « Takueyna, mama » - le dije.
« Igo » - me respondió ella,
sonriendo entre divertida y agradecida. Vi al bebé dormir plácidamente bajo la
lluvia fría, ajeno al peso que compartía junto a la garrafa de agua en las
espaldas de su madre.
El Reino de Dios puede ser comparado a una madre que soporta
el peso de la leña en su cabeza, o el peso de las garrafas de agua sobre sus
espaldas. Es capaz de caminar horas, e incluso días para conseguir el agua que
calma la sed, que produce vida. Camina
paciente, sin que nadie la vea, en
silencio. Carga sobre su frente el
peso de la leña: para el fuego, para que su familia, sus hijos, no pasen frio.
El fuego de la casa, donde niños y animales se cobijan. El fuego materno del amor.
La madre camina bajo el sol inclemente, o bajo la lluvia torrencial; transporta
víveres para el hogar, o mercancía para la venta en su cabeza; y en sus
espaldas, un niño, y asido de su mano libre, otro niño tal vez, y en su mente y
en su corazón, una esperanza: “Mañana
tiene que ser mejor” – se dice.
Mientras pensaba en esto, recordé una tarjeta virtual recibida
la tarde anterior. Una imagen de la “Siempre
Virgen Maria”, vestida de blancas y largas túnicas, con rosas en su pecho,
y atuendos de oro sobre su cabeza. Con las manos largas y finas, con los
cabellos dorados y una mirada ausente, con los ojos puestos en otro planeta. Y
cuando me encontré con aquella madre bajo la incesante lluvia, protegiendo a su
bebé con lo poco salvable del paraguas, entonces me di cuenta por qué tal
imagen de la “Siempre Virgen María”,
me había molestado tanto.
Tanta “pureza”, tanta “beatitud”, tanto “trapo lujoso”
encima… Acaso proyecciones de nuestros deseos insatisfechos de poder y
supremacía, de dominio y sometimiento de la mujer. O tal vez, una manera de
compensar nuestra feminidad negada, ante tanto machismo clerical. ¡Tantas
imágenes de María pululan por el mundo! O quizás, ¡tantas caricaturas!, no lo
sé.
Que me perdone Miryam, la campesina de Nazareth. Ésa que dos
mil años atrás cargaba agua en sus espaldas, leña sobre su cabeza, y un niño en
sus brazos. Que me perdone Miryam, la mujer, por propagar “devociones” ambiguas, que sólo conducen al irrespeto de
la feminidad, al sometimiento y a la esclavitud de las mujeres, y a la creencia
de lo masculino como única vía santa.
Que me perdone Miryam, la profeta de los pobres y excluidos, si llevo rosas y
vestidos largos y joyas a los pies de monumentos que no pueden hablar,
mientras a mi alrededor hay niños que mendigan, pobres que mueren de hambre y
frío, y mujeres de carne y hueso “que se parten el lomo” trabajando como obreras en factorías del
tercer mundo, para dar “bienestar y progreso” a los del primer mundo.
La “María” de mirada perdida, contrasta con aquella Miryam
que ahora pasa a mi lado, ésta lleva los ojos bien fijos en el camino, tiene
las manos endurecidas de cayos, y lleva un niño en sus entrañas. “Está en la
espera”. Joven, morena, y obrera.
Trabaja barriendo las calles. Lo fértil sólo brota en los que trabajan
con esperanza infatigable para hacer “que Dios derribe del trono a los poderosos
y enaltezca a los humildes”.
El mundo nuevo por nacer, está engendrándose en el corazón
de los pobres que anhelan otro mundo posible. Está engendrándose en esa otra
iglesia, pequeña, sin poder, humilde, que ha construido su casa junto al
pesebre de Belén. Está fecundo ya, en los que han roto con los sistemas
autocráticos y teocráticos, en los que han muerto por defender la libertad, la
verdad, la belleza, la justicia, la Tierra. El Mundo Nuevo por nacer, está viniendo,
está amaneciendo junto “al Sol que nos viene de lo Alto”. El Mundo Nuevo por
nacer, está allí, junto a María, la campesina, la vecina de Nazareth, de Kibera,
de Tegus, de Kabul, o Damasco; junto a las miles de “Marías”, profetas y
trabajadoras, amantes de la paz, la libertad, y la inclusión. El Mundo Nuevo
está viniendo de la mano de María, la que lava los carros en el parking, la que
plancha y lava ropa ajena, la que cuida niños que no le son propios, mientras
los suyos aprenden cómo cuidarse a sí mismos.
Si la "María" de nuestra fe, resulta tan extraña y ajena a la Miryam del Evangelio... ¿Estaremos siendo fieles a la Buena Noticia?
María, Mujer del Adviento, de la Esperanza, de la Lucha… ¡camina junto a nosotr@s!
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